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atienden todas las reservas por este tradicional dispositivo.
“Es más personal y nos gusta hacerlo así.
Es el primer trato con el cliente”.
El matrimonio atiende el negocio desde hace 14 años, en un local arrendado a la Cofradía de Mareantes De San Pedro, compuesta por dos centenares de pescadores.
Todo comienza cuando él deja la mar: era pescador, aprendió a cocinar en el barco y hacía sus pinitos en tierra en las cocinas de otros restaurantes.
Ella trabajaba en el negocio de hostelería que su familia regentaba en el centro del pueblo.
Juntos han convertido el lugar en una dirección indispensable para aquellos que visitan este bello pueblo de pescadores.
Detrás de todo hay mucha faena.
Jornadas que comienzan, salvo cuando cierran los lunes, a las siete de la mañana, cuando él enciende los cuatro fuegos de la cocina y empieza a hacer los preparativos para hacer la sopa de pescado.
El plato estrella.
No puede fallar ni faltar.
“Lleva mucho trabajo, tiene que cocer y reposar bien”, afirma Bergés, en la cocina de 16 metros, donde trabajan en cada servicio cuatro cocineros.
“Tocamos a dos baldosas, pero lo tenemos todo bien organizado”, bromea, a la vez que controla el contenido de la olla, que contiene 35 litros de agua y a la que ha ido metiendo siete kilos de merluza, un sofrito de cebolla blanca, puerro, un kilo de gamba arrocera, pulpa de pimiento choricero y tomate.
“El secreto es que cuando nos piden la sopa, además de mezclar la recién hecha con un poco de la que sobró del día anterior para que tenga más consistencia, añadimos en ese momento los trozos de merluza, lo único que no hemos triturado, y abrimos en ese momento las almejas que la acompañan”, detalla el cocinero, que sale disparado a la calle.
Viene de San Juan de Luz (Francia) y de Pasajes (Gipuzkoa).
Gasta unos 60 o 70 kilos diarios.
“Todo pescado en el Golfo de Vizcaya y en el Cantábrico, sobre todo la merluza y el mero.
Los lenguados, el rodaballo y el rape llegan de Bretaña.
Y el bacalao se lo compro a la firma asturiana El Barquero.
El producto es importante, lo vendo todo.
Prefiero ganar menos y tener el restaurante lleno, por eso no tengo precios exagerados”, dice Bergés, que da empleo a 18 personas, repartidas en dos turnos.
“Aquí no se trabajan 14 horas.
Retenemos a la gente y buscamos que los horarios encajen con las necesidades de cada uno”, dice el propietario.
Además de la sopa de pescado (13 euros), otro de los platos estrella son las croquetas de pescado (10 euros, la media ración; 17 euros, entera), el changurro a la donostiarra (19,50 euros), las almejas a la sartén (27 euros), la merluza en diferentes elaboraciones (a la romana y a la parrilla, 24 euros, y a la vasca, 27 euros), el rodaballo salvaje a la parrilla (60 euros el kilo), o el bacalao al pilpil con sus callos (28 euros).
En la carta hay cabida también para carnes: solomillo (23 euros) y chuletón de vaca (49 euros el kilo), acompañados, si se quiere, de una cazuela de pimientos del piquillo (8 euros) o de una ensalada verde con cebolla (5 euros).
De la carta de postres destacan la torrija caramelizada bañada en natillas, acompañada de helado (7,50 euros), el pastel vasco (7 euros) o el goxua (cuajada, manzana, miel y nuez caramelizada, 7 euros).
La carta de vinos, hecha con las antiguas cajas de madera de las anchoas, es breve y obra de Eduardo Andrés.
“Hay una selección para todos los gustos, pero lo que más se vende es, sobre todo, el txakoli de Hiruzta, el que se hace en el pueblo”, relata el propietario, mientras va describiendo detalles que adornan las paredes de la sala, como las fotos de pelotaris vascos, las cabezas de tiburones, la inmensa cola de un marlín (pez espada) de 450 kilos, o los cuadros que pintan las mujeres de los pescadores.
“Sin ellas y sin ellos no tendríamos nada”, apunta Bergés, que no disimula la felicidad que ha encontrado en este lugar.
Aquí se retirarán.
Esperan no tardar mucho.
“Trabajamos desde los 13 años.
Con 14, yo ya estaba en la mar y Maite limpiaba chipirones en la calle Mayor”.
Ella, que todas las mañanas, da igual el tiempo que haga, se da un baño en el mar, sonríe al fondo, mientras se prepara para atender a los primeros comensales, que llegan con extrema puntualidad.