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Antes de morir, hay que leer a Sade.
Antes de morir, hay que drogarse.
Antes de morir, hay que ver la aurora boreal.
Antes de morir, hay que tener hijos.
Antes de morir, hay que hacer muchas cosas.
Esto último es lo más fácil: por eso tenéis que hacerlo, os guste o no, como ver a Rammstein.
Llevaría a mi padre, que se agobia con los ruidos, a un estadio a ver un concierto de Rammstein.
Aunque tuviera noventa años.
Aunque estuviera postrado en la cama, en fase agónica.
Hay que verlos, papá, porque la guerra quizás, el lanzamiento de un cohete Saturno V, solo que de aquí sales de una pieza a no ser que pases por el camerino de Lindemann, dicen las malas lenguas.
De pollazos va el espectáculo.
Quien diga que la solo trae cosas malas que respire el humo negro de las llamaradas que sueltan los pollazos de Rammstein encima de un escenario.
Revientan un estadio más que cualquier otra cosa.
Es como caer en los engranajes de una máquina, ser aplastado por ruedas dentadas, despedazarse en correas, pero sin dolor.
Bien: otra vez Rammstein en un estadio, llevo dos y es martes.
Llueve a mares sobre las 53.
000 personas que abarrotan el estadio.
Se ve al fondo el pebetero de la llama olímpica, donde el ciego disparó la flecha en el 92, como una mariconada de los tiempos anteriores al Apocalipsis.
Ahora mandan cuatro torres petrolíferas de 50 metros de alto situadas entre el público y cargadas de gas propano enseñando lo que es el fuego, y un escenario faraónico que es todo él un lanzallamas.
Adiós a las cejas.
Pienso que un concierto de Rammstein tiene todo lo bueno de los nazis: es alemán, es grandioso, superestructuras, torres que vomitan fuego, machaconería marcial, elegancia de esvástica afilada, solemnidad tenebrosa, oscuridad y destellos, vértices, pero sin dañar a un solo judío o comunista, sin pintar estrellas de David.
Es solo música.