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es previsible que los Comunes no vayan a ponerle trabas significativas al PSC en esta legislatura, mientras que Unió era parte de la coalición socialista en los comicios, y por tanto le correspondía algún puesto.
Por otro lado, cualquier combate ideológico desde la izquierda quedará rebajado por la necesidad de integrar al nacionalismo moderado en el Ejecutivo para favorecer los acuerdos en el Parlament.
Ni el PSC ni ERC son una suerte de Podemos catalán, sino al contrario: aspiran a un cierto pragmatismo, lejos de histrionismos.
En definitiva, Illa ha querido que este nuevo tripartito por la puerta de atrás no sea percibido como una afrenta contra la mitad de Cataluña —la de los valores del PP y de Vox— o contra la del independentismo —incluyendo incluso a algún rebotado de Junts en sus filas—.
Así que la Cataluña de Illa es un producto de su contexto: el afán de pacificar los ánimos y de inaugurar un período de redención colectiva.
La batalla hoy está en convencer a la ciudadanía de 2024 de que la Cataluña previa a 2009 era mejor que la década de pulsiones de ruptura.
La nueva era estará forjando un imaginario frente a los que, como Puigdemont, creen que el éxito del nuevo Govern es la única forma de lograr que el fin del conflicto se relacione con la idea de bonanza y sosiego para las generaciones que suben, mientras que los 10 años precedentes sean leídos como una época convulsa e involucionista.
En ese sentido, existe un elemento capaz de reventar la nostalgia independentista: el sentimiento catalanista.
Muchos afines a la ruptura añoran la Cataluña en que funcionaba bien el modelo de inmersión lingüística, donde había cierto apego nacional, y las instituciones no estaban en tela de juicio.
Por eso, resulta llamativo que Illa haya reivindicado en sus últimos discursos la 'nación catalana', pese a que en la campaña electoral lanzó cantidad de guiños al votante de Ciudadanos usando topónimos como Bajo Llobregat, que raramente se dicen en castellano.
Pareciera como si el nuevo Govern hubiera llegado a la conclusión de que el de los años noventa es el único consenso que puede unir a una mayoría de ciudadanos, incluso a aquellos que votan opciones de ruptura.
Precisamente, muchos de estos últimos sienten nostalgia del proyecto de país, de la 'construcción nacional' de Jordi Pujol, y lamentan que ello haya sido enterrado.
Por eso, insisten en que este Govern del PSC es 'españolista' para seguir manteniendo viva la idea de agravio.
Illa apoyó la aplicación del 155, o se manifestó el 8 de octubre de 2017, símbolo de que los socialistas catalanes de hoy no son iguales a los tiempos de Pascual Maragall o José Montilla.
Ahora bien, sus alianzas con ERC le han puesto en bandeja reconciliarse con ese pasado: si Illa lo logra, sepultará esa impresión —que tienen la mayoría de independentistas— de que este PSC es lo más parecido a Ciutadans.
Aunque está por ver si el giro catalanista se vuelve realidad, tanto en materia educativa como de autogobierno.
La derecha necesita vender que Illa es un 'rupturista' más.
Cómo se habrá degradado el debate público para creer que una figura como la del Exteriores y europeísta convencido, se prestaría a eso.
Y si la derecha cree que la nueva era en Cataluña va de izquierdas o de derechas, de unionismo o de independentismo, se equivoca.
El nuevo tiempo va de caos frente a estabilidad, de orden frente a lío, de gestión frente a sectarismo.
Si la convivencia triunfa, y la normalidad se impone en instituciones como los Mossos d’Esquadra, garantizando la sensación de seguridad en las calles de Cataluña, ni los votantes del PP y Vox tendrán demasiado de lo que quejarse en adelante.
Es lo que tiene el orden: no a todos emociona, no a todos seduce, pero pacifica.
Hay veces en que la normalidad se acaba volviendo lo más revolucionario, casi un acto de radicalidad política.